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Los tres moradores de la Casa Grande de El Valle dejaron un gran legado cultural e histórico que permite que hoy en día se pueda entender cómo se vivía en aquella época en los pueblos del Bierzo y cómo vivía la clase alta de la sociedad española.
José, Isabel y Miguel habitaron la casa a finales del siglo XIX y principios del XX. Uno de los hermanos, José era diputado provincial –como se ha visto reflejado en varios documentos de la época– y representaba a Ponferrada y a Villafranca. De hecho, se ha encontrado una carta de 1920, firmada por José Arias Valcarce, en la que le pide a un ministro del Gobierno de España que construyan una carretera de Bembibre a El Valle. En una época en la que prácticamente no había carreteras porque la gente no tenía coches, esta familia había adquirido un Ford de los años 20, la primera versión de esta marca en España. No es de extrañar que fuesen de las pocas personas que tuviesen automóvil en el país porque hay indicios que demuestran que la familia había tenido carruaje anteriormente.
Teresa Rodríguez, la penúltima propietaria de la Casa Grande e íntima amiga de la familia, recuerda aquellos tiempos gracias a su padre, Diego Rodríguez Pestaña, el chófer de los Arias. «Mi padre siempre fue el chófer de la familia y también les hacía labores de mantenimiento en la casa. Era el único coche que había en la zona y él siempre iba de punta en blanco con los trajes que ellos le compraban». Esta berciana de 86 años asegura que «después de la Guerra Civil, los rojos les robaron el coche. Al llegar al Manzanal se les acabó la gasolina y lo tiraron por un barranco. Los tres hermanos compraron otro coche y mi padre siguió siendo su chófer hasta que murieron».
Tanto Teresa como sus hijos, recuerdan a la familia de la Casa Grande como «muy buenas personas, eran cultas y estudiadas pero sencillas y humildes». De hecho, la gente mayor del pueblo recuerda que cuando eran niños les invitaban a pasar el Día de Reyes y les daban chocolate en el comedor. «Una vez vino un hombre mayor del pueblo que tenía alzheimer y le enseñamos la casa. Cuando estábamos subiendo las escaleras, se soltó de mi mano y se fue rápido al comedor y dijo aquí, aquí, aquí me daban chocolate. Tuvo ese momento de lucidez y, después, se le volvió a ir», cuentan los actuales propietarios de la Casona, Isabel y Andreu.
Cuando alguien del pueblo tenía hijos también les regalaban lotes de chocolate. En la casa se han encontrado cajas muy antiguas de chocolate de Astorga e incluso chocolateras de cobre para hacer el chocolate caliente y servirlo.
Teresa también recuerda que «hacían comidas de caldo para todo el pueblo y, sobre todo, para la gente que no tenía qué comer. Mientras los jornaleros esperaban para cobrar, también les daban de comer y de beber. En la parte de abajo de la casa había dos cocinas de las que se hacía el fuego en el suelo. La de arriba se usaba en la casa para los señores que tenían criada».
La familia Arias tenía empleados de toda la zona, «había mucho trabajo en el campo, no solo de agricultura si no también de ganadería. Todo eso conllevaba a podas, recolección de frutos o castañas. Venía gente de pueblos de fuera, hasta de Omaña», asegura Teresa que también recuerda que «tenían electricidad de carburo que pasaba por unos tubos de estaño cuando en el resto de las casas había velas o candelabros. También tenían agua corriente que les llegaba a través de un depósito que tenían en una finca y que llenaban en invierno».
En la casa todavía se conservan los váteres que fascinan por su antigüedad y que están construidos sobre una estructura de madera. En su interior se encuentran dos asientos contiguos con sus agujeros y sus dos tapas. Estos huecos comunican con un cobertizo que se llenaba de paja y al que la criada accedía a través de una pequeña puerta de madera.
Además, también se mantiene en el estado original una trampilla en el suelo que utilizaron durante la guerra y la posguerra para esconder las cosas más valiosas que tenían. Este hueco se tapa con una tabla de madera que disimulaban poniéndole varios muebles encima.
Tras al muerte de Isabel en 1948, la Casa Grande pasa a ser propiedad de Sofía y de Lucrecia, sus sobrinas. «Nosotros teníamos relación con la parte de Sofía, con sus hijos Manolo y Gerardo sobre todo», explican Teresa y su hija Dulci. «Ellos ya no vivieron en la casa como lo hicieron sus antepasados, ellos vivían en Madrid y venían de vez en cuando. Antes de venir nos mandaban una carta y nosotros íbamos a limpiarles la casa como favor por la relación tan buena que teníamos porque cuando murió mi padre yo seguí yendo a cobrarles las rentas y a cuidarles el capital», explica Teresa.
Manolo tenía minas de plata y de estaño, granjas de cerdos y una finca grande en un pueblo cerca de Madrid. Gerardo era ingeniero de Caminos. «Todos eran estudiados y muy cultos pero es que además de eso eran buenas personas, nunca se creyeron más que nadie», asegura Teresa.
Manolo se casó con Maruja, que tenía una hermana que se llamaba Conchita y trabajaba en la Interpol. «Ella vivía con ellos y se iba de viaje con ellos». Maruja fue la primera en morir y, después, le siguió Manolo, por lo que esa parte de la casa, la heredó Conchita, ya que ni Manolo ni Gerardo tuvieron descendencia.
«Ellos siempre fueron muy católicos y muy religiosos y no tenían más herederos entonces en el testamento lo dejaron todo para Cáritas Diocesana, sin embargo, la condición de la Casa Grande era que tenían que construir una residencia para la gente mayor de la zona que no tuviese donde ir. Cáritas renunció a esa casa y Concha se la vendió a mi madre porque era como de la familia y quería que la tuviésemos nosotros», explica Dulci.
Dulci, la hija de Teresa, custodia la gran colección de artilugios antiguos que destacan por su estado y por su calidad. «Era algo que antes no se veía en todas las casas, todas estas cosas son de la época de la guerra y de la posguerra», explica. Escupiteras, una chocolatera de cobre, sartenes con patas para la lumbre, velas de cera de abeja en su embalaje original, cartuchos para la caza, cajas de puros de Cuba, un kit de afeitar, cuellos de camisas que se ponían sobre las prendas de antes, molinillos para moler el pan, fiambreras de madera para llevar la comida al campo, cafeteras, un recipiente con dos compartimentos para que salga la leche y el café a la vez, escrituras antiguas de la casa y de la finca –-en una de ellas se puede leer que compran una finca en 1805 por 40 maravedíes--- botellas de vidrio de agua mineral Cestona, una botella del agua de las termas de Mondariz, coladores, tazas, juegos de té y platos de porcelana. Pero además, también ha mantenido en el estado original, las esquelas de la familia, las fotos que se hacían en aquellos años y hasta postales con todo tipo de decoraciones.
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Ana Gago
Isabel y Andreu le compraron su parte de la casa a Teresa en 2007 y en 2010 consiguieron comprar la otra parte de la casa que había pertenecido a los herederos de Lucrecia. «Estuvimos cinco o seis años en obras porque íbamos muy poco a poco. Nosotros vivíamos en Barcelona y conseguimos abrir las puertas del hotel en semana santa de 2016», explica Isabel.
Hoy en día, la Casa Grande es un hotel y se puede visitar, e incluso, dormir en él para sentirse como en aquella época. Su dueña, Isabel, todavía conserva muchos artilugios de esos tiempos y la estructura de la casa por lo que visitarlo es toda una experiencia.
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Borja Crespo, Leticia Aróstegui, Sara I. Belled, Borja Crespo, Sara I. Belled y Leticia Aróstegui
Patricia Cabezuelo | Valencia
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